Una tarde primaveral invitó a Pedro y José a salir de sus casas e
ir a la plaza.
Cuando llegaron a la misma mucha gente disfrutaba del tiempo con sus
hijos pequeños que correteaban y se peleaban por ganar las hamacas,
toboganes y el sube y baja. Gran cantidad de pájaros con sus cantos
alegraban la tarde, como así también varias mascotas corrían
libremente.
Pedro y José sacaron su pelota y empezaron un partido de fútbol con
otros chicos que allí se encontraban. De repente, uno de los chicos
tiró la pelota entre unos verdes matorrales. Pedro corrió a
buscarla y metió su mano entre las plantas, tocó algo extraño que
le llamó la atención. Era una hermosa piedra de color muy
brillante; la levantó y de repente vio que cambiaba alternadamente
de colores. La agarró muy fuerte y quiso correr a mostrarle a su
amigo, pero una fuerza misteriosa no le dejaba mover sus piernas.
Asustado gritó y gritó el nombre de José.
Miró a su alrededor y vio que la plaza no era una plaza sino una
inmensa selva oscura y aterradora. Las mascotas ya no eran mascotas,
se habían convertido en animales salvajes que asechaban a las
personas. Leones furiosos, tigres hambrientos, llantos, gritos y
miedo por todas partes. Sobre los árboles, los pájaros eran enormes
aves de rapiña que asechaban a la gente.
Pedro logró zafar de su inmovilidad y desesperado empezó a correr.
Cayó varias veces y con él cayó la piedra. Se levantó y vio que
su amigo lo llamaba diciéndole que se apure.
Nuevamente, las mascotas eran mascotas disfrutando de la tarde.
Volvió a su casa y su mama le preguntó cómo le había ido. Él,
con los ojos desorbitados por el miedo, le contó que estuvieron a
punto de ser devorados por animales salvajes. Su madre lo miró
sonriente y pensó que estaba loco.
Matías
Acosta. Tercero C.
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