En un día soleado, cuando tenía 8
años, me fui a caminar por el barrio, cuando vi que mi amigo estaba jugando al
fútbol y me llamó para que lo acompañara.
Estábamos en
el patio de su casa cuando tiré la pelota para la casa del vecino y para ir a
buscarla teníamos que saltar una tapia de madera. En un momento a Mauro, mi
amigo, se le ocurrió una idea, la de traer camisetas que le había regalado su
padre a él y a Julián, hermano de Mauro. Los dos llevábamos remeras rojas con
negro y nos dimos cuenta de que teníamos las mismas zapatillas. Nos seguimos
divirtiendo, hasta que Marta, la madre de Mauro, le dijo: “invitale algo a Ramiro”.
Nos fuimos a merendar, a ver televisión y comer bizcochuelo.
Mientras
esperábamos para seguir jugando, hablamos un largo rato de todo y de lo que nos
había pasado en la semana. A mí me dieron curiosidad los ruidos que se sentían en
la casa del vecino y me trepé al alambrado de metal que tenía sobre la tapia.
En ese momento se levantó un fuerte viento que empezó a mover el alambrado y vi
que se venía inclinando para la parte donde estaba yo. Me caí y mi cabeza pegó
en un cordón de cemento que había en el patio. Me hice un gran corte que empezó
a sangrar muy abundantemente. Me vio justo la madre de mi amigo y lo mandó a
comprar gasas al kiosco que estaba en frente de la casa. Mauro cruzó
inmediatamente y le pidió al vendedor, que le dijo: “tengo muchos tipos de
gasas”.
Mientras
intentaba parar la sangre, Marta hablaba con Julián:
―Andá a su casa, a decirle a los
padres.
―Bueno, pero no sé dónde vive.
―Acá a la vuelta, en unas rejas
verdes.
―Bueno, ahora voy.
Cinco minutos
después vinieron mis papás en el auto para llevarme al hospital.
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