El
Príncipe Encantador y Rapun-Sin-Cel
Érase una vez un
príncipe al que, al nacer, llamaron Encantador. ¡Y sí que lo era!
Todo el pueblo encontraba cada vez más repulsivo al niño a medida
que crecía. Hasta que un día una princesa entendió lo que nadie
sabía. Esa era una niña llamada Rapunzel.
Un día en que ella
estaba extremadamente feliz hablando con sus amigas y amigos, fue
brutalmente interrumpida por su padre, quien estaba enfadado porque
nuevamente era él el que debía responsabilizarse por los actos de
su hija.
-Ya tienes edad para
controlar y pensar mejor tus acciones, por ende también para
responsabilizarte cuando no lo haces -gritó furioso él.
¿Quién sabe qué había
hecho esta vez la princesa Rapunzel?, pero poco importaba porque el
padre se enfureció aún más al ver la indiferencia que su hija
tenía hacia lo que él le decía. Entonces…pum, pam, pum… El
señor tomó todo y se lo llevó. La computadora, la televisión, la
tablet, todo. La torre quedó vacía, pero cuando su papá quiso
quitarle su celular, la audaz jovencita decidió que no lo obtendría
sin pelea y, antes de que él pudiera llevárselo, ella marcó el
primer número que vio y gritó:
-Auxilio, por favor,
ayuda…
Entonces acudió a su
torre el joven al que había llamado, quien era nada más y nada
menos que Encantador. Al llegar a la torre, Rapunzel le dijo:
-¿De verdad eres tú a
quien llamé? Esperaba a alguien más lindo e interesante.
A lo que él respondió:
-Me llamo Encantador y
vine porque me llamaste.
La respuesta de la
princesa fue una gran carcajada debido a que no entendía que alguien
tan feo se llamara Encantador. “Debe ser sarcasmo”, pensó la
señorita de forma despectiva, rechazando al príncipe. Pero Rapun
estaba sin cel y Encantador era su única posible compañía en ese
encierro.
Y así volvemos a
donde comenzó nuestra historia. Fue ella, la joven, quien descubrió
por qué lo habían llamado Encantador. No era sarcasmo, ni mucho
menos una broma de mal gusto. Su nombre era el adecuado porque este
joven monarca era la persona más encantadora del mundo, pero como la
perfección no existe, para que siga intacto el equilibrio del mundo,
era necesario ponerle un rostro feo a una persona tan encantadora.
“¡Si no, a Dios no le habrían cerrado los números!”, pensó
ella. Ambos jóvenes se enamoraron, se casaron y gobernaron juntos el
reino.
Makarena Verde, 1° B
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